Aparentemente es un vino con la evolución, de una larga
crianza, pero cuando ahondamos en sus entrañas, vemos algo más... la grandeza de
una añada, la qual, en su día no fue designada como tal, por sus problemas de
heladas. Se mantiene vivo y grande, es intenso y amplio. La fruta pasa, juega con
las especies, las notas terrosas y da la misma sensación que cuando olemos un
jerez muy viejo y sentimos la concentración de sus aromas, como cuando
reducimos una salsa para intensificar su sabor, cacao, café, trufa negra, hoja
de tabaco, y ese punto mentolado que sin duda, es la herencia que le dejó la
Cabernet Sauvignon, que en esa época su composición rondaba en un 70%.
En boca nos confirma su perfecto estado de salud, con esa
suave acidez, que junto a sus taninos todavía perceptibles, han mantenido a este
gran vino, elegancia, profundidad y persistencia. Sus aromas se mantienen en su
gran recorrido, con finura, y en su final, nos deja sensaciones de los
amargos de los taninos y se desvanece lentamente entre aromas de regaliz, trufa
negra y ciruela pasa.
Es emocionante, ver como el tiempo para algunos, pasa tan despacio. Eso te hace comprender que la excelencia de las añadas solo las tendría que calificar el tiempo.
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